

Masahiro Motoki y Tsutomu Yamazaki en una escena de la película
Ayer fuimos Lilia y yo a ver Violines en el cielo, de Yojiro Takita, en la Cineteca Nacional. Lo único que sabía de este filme es que había ganado el Óscar a la mejor película extranjera y que Nelson Carro (en cuyo juicio siempre confío) le había puesto dos estrellitas. (Aclaro que Carro sólo le pone tres estrellitas a las que considera obras maestras de la cinematografía mundial, de modo que dos estrellas significa que un filme es bastante recomendable.)
Pese a ello y por una u otra razón, hay películas que a uno simplemente no le agradan. Por ejemplo, A. O. Scott, crítico de cine del New York Times (cuyos juicios valoro), afirma que Violines en el cielo (titulada Departures en inglés y Despedidas en España) es demasiado larga, predecible y... mediocre, sobre todo si se le compara con las otras dos postuladas al Óscar: La clase y Vals con Bashir.

Yojiro Takita recibe el Óscar a la mejor película extranjera
No he podido ver La clase (pese a que ardo en deseos de verla, supongo que porque he dado clases) ya que estuvo muy poco tiempo en cartelera y desafortunadamente me enteré muy tarde. La conseguí "pirata", pero está doblada al español de España, y detesto las películas dobladas (el chavo a quien se la compré no me advirtió de este detallito y cuando la fui a cambiar ya no lo encontré en su puesto de siempre). Tampoco he visto Vals con Bashir. Así pues, no puedo opinar cuál me parece la mejor de las tres.
Lo que sí puedo decir es que Violines en el cielo me encantó. Es cierto que es predecible y que tiene final feliz, pero eso no impidió que saliera del cine con una muy cálida sensación de paz. Los asistentes a la función de las 15:30 hrs. aplaudieron al final, signo de que también a ellos les gustó.

Masahiro Motoki y Ryoko Hirosue en otra escena de la película
La película, al menos para mí, es como un canto de amor a la vida y a la muerte. ¿Canto de amor a la muerte? Pues, sí. Aunque suene disparatado, la manera en que los cadáveres son preparados para su entierro o incineración es liberador y hasta poético.
El protagonista es un músico que queda desempleado cuando la orquesta en la que toca quiebra, lo cual lo obliga a volver a su ciudad natal en donde consigue trabajo como "preparador" de cadáveres. Ignoro si hay un término más apropiado en español, pues este rito o ceremonia parece propio del Japón, si bien no todos los japoneses contratan dicho servicio.
Instruido por Sasaki (Tsutomu Yamazaki), un veterano en este oficio, Daigo (Masahiro Motoki), al principio con serias dudas, poco a poco va enamorándose del arte de preparar a los muertos, y encuentra en ello su destino en la vida.

Sasaki (Tsutomu Yamazaki) y Daigo (Masahiro Motoki)
¿Por qué me pareció fascinante este "trato" con los muertos? Porque, como le explica Sasaki a Daigo, "primero hay que lavar al muerto para limpiarle la carga de la vida y liberarlo así de penas o sinsabores". Después vestirlo y maquillarlo para que lo despidan sus familiares y amigos y entre apropiadamente en ese otro mundo que le espera.
La ceremonia se realiza con tanta delicadeza y respeto por ese cuerpo, que la muerte queda dignificada, tanto para los dolientes que observan el rito como para nosotros que miramos la película. Nunca antes me había parecido la muerte tan sobria y majestuosa.
Quizá A. O. Scott no reparó en esto dado el disgusto que le provocó el happy end de la película, tal vez no a todos les guste porque "en gustos se rompen géneros", pero a Lilia, a mí y a todos los que la vieron con nosotras, esta película les dejó un buen sabor de boca.
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