viernes, 27 de agosto de 2010

Perfil asesino, de John Connolly


Leí recientemente Perfil asesino (The Killing Kind), de John Connolly, editado por Tusquets y cuya traducción estuvo a cargo de Carlos Milla Soler.

Los crímenes que se narran en esta novela, además de horror, me produjeron escalofríos y repulsión, porque, además de su atroz crueldad, la mayoría de ellos tiene que ver con arañas, cientos de arañas, entre ellas viudas negras y reclusas. De estas últimas nunca había oído hablar.

Pero no hablaré de la novela; lo que quiero compartirles es la descripción de un libro singular, para cuya creación son necesarios los crímenes mencionados.


Cito textualmente:
El libro tenía unos treinta y cinco centímetros de largo y unos dieciocho de ancho. Seis huesos pequeños cruzaban el lomo horizontalmente en tres grupos equidistantes de dos. Se veían un poco amarillentos y recubiertos de alguna clase de conservante que los hacía brillar a la luz del sol. Aunque no habría podido asegurarlo, pensé que quizá se trataba de los extremos de unas costillas. En comparación con la textura del material sobre el que estaban embutidos, resultaban suaves al tacto. La tapa del libro había sido teñida de rojo intenso, a través del cual se veían pliegues y arrugas. Cerca del ángulo superior izquierdo sobresalía un lunar.
Era piel humana. La habían secado y cosido en retazos, usando como hilo lo que parecía tendón y tripa. Al acariciar la tapa con los dedos, no sólo percibí los poros y las líneas de la dermis utilizada para encuadernarlo, sino también las formas de los huesos que constituían el armazón: radios y cúbitos, sospeché, y probablemente más costillas. Daba la impresión de que el propio libro hubiese sido antes un ser vivo, piel sobre hueso, y de que sólo le faltaban la carne y la sangre para devolverle la plenitud original.
No había texto escrito ni en la tapa ni en el lomo, ni indicio alguno del contenido del libro. La única marca era la ilustración de la cubierta, de estilo jansenista con un único motivo central que se repetía en los cuatro ángulos. Era una araña, grabada con pan de oro, sus ocho patas enroscadas para sujetar una llave de oro.


Abrí el libro utilizando sólo las yemas de los dedos. El lomo lo formaba una espina dorsal humana, unida mediante hilo de oro, el único material que por lo visto no procedía de un cuerpo humano. Las páginas también habían sido cosidas con tendón. Por dentro, las tapas no estaban teñidas y se adivinaba más claramente la diferencia de pigmentación de las diferentes pieles empleadas. De lo alto del lomo descendía un punto de lectura hecho con mechones de pelo humano trenzados, obtenidos de cuerpos que, por razones de discreción y para ocultarlos, no podían ser presentados de manera más evidente.
El libro tenía alrededor de treinta hojas de diversos tamaños. Dos o tres se habían confeccionado mediante un único retazo de piel, con un ancho del doble del propio libro. Éstas habían sido plegadas y luego cosidas al lomo por el pliegue para crear dobles páginas; otras se componían de secciones menores de piel cuidadosamente cosidas entre sí, algunas no mayores de quince o veinte centímetros cuadrados. Las hojas variaban de grosor; una era tan fina que transparentaba mi mano, pero las otras tenían más capas. En su mayoría parecían fragmentos extraídos de la parte baja de la espalda o de los hombros; sin embargo, una presentaba el extraño orificio hundido de un ombligo humano y otra, cerca del centro, un pezón encogido. Como los bifolios de la antigüedad, los pergaminos hechos de piel de cabra y de vitela utilizados por los escribas medievales, un lado de la hoja, donde se había eliminado cualquier resto de vello corporal, era suave, en tanto que el otro era rugoso. Las caras suaves contenían las ilustraciones y el texto, de modo que en algunas dobles páginas sólo se había llenado el lado derecho.





Hoja tras hoja, en hermosa letra ornamental, aparecían pasajes del Apocalipsis; algunos eran capítulos completos, otros simplemente citas empleadas para desarrollar el significado de las ilustraciones. La caligrafía era de origen carolingio, una versión de la nítida y bella letra inspirada en el erudito anglosajón Alcuino de York, cada carácter con su forma precisa pero sencilla para mejor legibilidad. Faulkner había tenido en cuenta los orificios y defectos naturales de la piel, disimulándolos cuando era necesario con el carácter o adorno adecuados. Las mayúsculas eran unciales en todas las páginas, cada una de dos centímetros y medio de altura, resultado de centenares de trazos de pluma. Grotescos animales y sres humanos retozaban en torno a las bases y los trazos rectos.



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